El Humphry Bogart de las brujas
Sentada con una buena amiga comentando los desaguisados de nuestros jefes, machacándonos sobre nuestra incansable no autocomplacencia y volteando insistentemente una cucharilla removiendo los posos del café me recuperé y confío en que ella también.
Me recuperé de mi propia vida, de los elementos y las situaciones que, a veces, la eternizan y del shock que me produjo tener que devolver el aliento que en otras ocasiones ella me había prestado.
Me sentó bien. Muy bien. Tanto que crecí y me permití ese día tirarme al sofá durante una hora y media a engullir bazofia de sobremesa.
Crecer, para una persona autoexigente, aunque parezca extraño, es poder hacer lo que todos hacen: leer un buen libro, disfrutar de una charla o asimilar los contenidos de la caja tonta como si leyéramos El País.
Y es que la autocrítica es buena, sin excesos. Como todo en esta vida. Por eso, cuando aparece el Humphry Bogart de las brujas, definido como ese dulce momento en que te sientes “como los demás” hay que enamorarse de él sin complejos, rápidamente, no se vaya a escapar.
Si no lo haces, posiblemente, termines enamorándote del más feo de la clase. Ese que, además, se sienta en primera fila y tan solo pretende, con su 10 o 9,5, que las chicas vean tras su culo de vaso unos ojos llenos de sabiduría.
Probablemente él, pasados unos años, cuando la vida le haya mostrado su verdadera cara, también busque a su Catherine Hepburn. ¿Con los avances de la tecnología nadie puede inventar un manual inyectado en cerebro para cuando nacemos y nos enseñe como encararla? Esta claro, tenemos que seguir aprendiendo de los clásicos. Los avances siguen robándonos la fe.